Mar del Plata

Casi sin planearlo, me encontré, el verano pasado, en la bellísima ciudad argentina de Mar del Plata. No la visitaba desde 1980; por cierto, la vi más grande y populosa, con ese aire para mí encantador consistente en poder dejar las cosas cotidianas a un lado y correr a llenar el alma de mar y cielo. Pero no esperaba el ramalazo a recuerdos de infancia/adolescencia que sentí al caminar el primer día, por la arena mojada y ventosa, hacia la maravilla del inmenso y amado océano, bastante encrespado en ese momento. 

Conocí Mar del Plata cuando tenía 8 años, tras un viaje familiar de 2.000 kilómetros desde Salta hacia la costa atlántica, en un Torino que transportaba a mis padres -mi papá conducía-, los cinco niños (de los cuales yo era -y sigo siendo- la mayor) y a una abuela. Recuerdo unas pocas anécdotas de ese trayecto (el de ida), y en especial a mi mamá, ocupada en mantener a la ruidosa prole en relativo equilibrio: confieso que era difícil lograrlo, en una época en que el auto no tenía refrigeración, ni dispositivos para escuchar música, salvo la radio, que sólo funcionaba cerca de las poblaciones atravesadas. Me queda de ese viaje, incólume, la famosa canción “El corralero”, del repertorio de Hernán Figueroa Reyes, reconocido cantante salteño que mis padres apreciaban mucho. Mamá cantaba muy lindo y nos la fue enseñando en esa oportunidad. Yo aún la canto para mí a veces. ¡Mis hermanos menores dicen no recordarla!

Esta vez pude incorporar una Mar del Plata distinta, propia de mi edad actual (lo que parece lógico: si así no fuera, debería correr a un psicólogo). Una ciudad que, no por ser cosmopolita y estar siempre efervescente de turistas, impide la introspección y la serenidad interior.

Amén de ello, pude disfrutar del aroma y sabor salados de las olas, del agua fría que me puso en risueña carne de gallina, del sol que hacía arder la arena y del vientecillo siempre presente cerca del agua. Por supuesto, en la siesta igual me calcé los anteojos y estuve leyendo en una carpa de Playa Varese. Y mi sensación, en este instante en que escribo, es que tanta inmensidad insondable llenó mi nada humana…

Me encantaría decir: ¡Hasta pronto, Mar del Plata!, pero en los últimos años comprendí que mi vida se ha tornado bastante aleatoria y cambiante… 

Ojalá, si no la conocen, puedan visitarla… ¡Tiene algo! Ese día, disfrútenla a fondo.

Y hasta la próxima, queridos lectores.

Fotogtafía: Matías Sáenz

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